Curioso
México nuestro: cada día tenemos más diagnósticos sobre nuestros ínfimos
hábitos de lectura, cada vez invertimos más para combatir ese mal y los
resultados son casi los mismos. ¿Por qué con diagnóstico en mano y más
recursos en la historia de las instituciones culturales el tan anunciado
parto de los montes por lo menos desde hace 12 años sigue dando a luz un ratón?
¿Por qué
nuestros jóvenes con tantos estímulos según reportes oficiales no sólo no le
encontraron el amor a los libros sino que siguen teniendo una insuficiente
capacidad lectora? ¿Por qué no comprenden lo que leen?
Ya sé que
las instituciones responsables de educación y cultura podrán ofrecernos
documentos en power point para mostrarnos lo mucho que, según
ellas, se ha avanzado, pero las mediciones internacionales, como la prueba Pisa
que mide entre otras cosas la capacidad lectora de nuestros adolescentes, dicen
lo contrario.
Tengo claro que nuestra precariedad lectora tiene un origen estructural. Si Alemania, Inglaterra y los países nórdicos tienen más lectores per cápita que España o México se debe simplemente a que los países anglosajones empezaron a leer antes que nosotros.
Ellos empezaron a leer con la Reforma Protestante de 1560 que les puso literalmente los libros en la mano.
Carlos
Monsiváis nos recuerda en El Estado laico y sus malquerientes que
los pueblos arropados con la fe católica se convencieron de las bondades de la
lectura a partir de la Revolución Francesa, casi 250 años después que las
sociedades anglosajonas.
Recordemos
que las campañas evangelizadoras en la Nueva España no se hicieron precisamente
con cartillas de lectura o con hojas impresas del catecismo sino con el
llamado catecismo de los rudos que más que letras o palabras tenía
imágenes impresas: una cruz, un corazón sangrante, unos muñequitos en actitud
de rezar.
A veces
me da la impresión que ese rezago lector no sólo es una calamidad que azota a
la gente sencilla, a los que con dificultad acceden a la educación básica y
básica media sino que afecta también a nuestra clase política. A los
funcionarios que a final de cuentas deciden qué y cómo hacer para que nuestros
jóvenes sean mejores alumnos y buenos lectores.
Por
publicar Los hijos de Sánchez el entonces director del Fondo
de Cultura Económica, Arnaldo Orfila, perdió su puesto y más cerca de nosotros
¿no recuerdan a ese secretario de Gobernación que intentó censurar Aura de
Carlos Fuentes y la obra de Gabriel García Márquez?
¿Y cómo
olvidar la faraónica megabiblioteca de Fox que terminó convirtiéndose en el más
grande y oneroso cybercafé donde los jóvenes más que consultar libros acuden a
conectarse a la Internet? ¿Y recuerdan los casos de la Rabina Tagore o del
inolvidable Borgues citado por el entonces presidente Fox que recomendaba no
leer la prensa para ser feliz?
¿Y qué
decir de la construcción de librerías donde abundan librerías o de incluir en
los informes oficiales los obvios trabajos de mantenimiento?
Imposible
olvidar a las funcionarias que en León, Guanajuato, quemaron libros de texto
porque entre sus capítulos existe uno dedicado a la educación sexual o el caso
del grupo de terroristas de la Nueva Jerusalén, en Michoacán, que a pico y
marro tiraron escuelas oficiales y han impedido que otros niños cuyos padres no
tienen sus creencias puedan ejercer su derecho a la educación, solapados por
autoridades locales y federales que se han hecho de la vista gorda.
¿Con esas
ideas de la educación y la cultura se podrá fomentar el hábito de la lectura?
Estoy seguro que aunque se invirtieran más recursos, se construyeran más
bibliotecas, librerías, se subieran más libros al cyber espacio para estar
acordes con la modernidad no tendríamos mejores resultados en materia de
lectura. Por lo menos, así no los hemos tenido.
¿No
convendría que educación y cultura volvieran a vincularse como hizo José Vasconcelos
hace más de 80 años? ¿No convendría mejor contar con un proyecto educativo y
cultural y no improvisar estrategias? ¿Será tiempo de hacer un alto a las
inercias de educación y cultura?
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