Mirándose
entre ellos. Oyéndose hasta en sus íntimas necedades. Departiendo con singular
fruición en cuantas oportunidades tienen de frecuentarse, que son muchas y cotidianas.
Mandándose recados, burlas, advertencias y amenazas a trasmano o utilizando sin
gran sigilo las columnas periodísticas de manera impropia, la élite política
mexicana no alcanza ni tampoco osa atisbar, menos aún analizar con detenimiento
y apertura, los panoramas, las ideas y mensajes que provienen de los centros de
poder mundial. Sus energías quedan agotadas casi en su totalidad en el reducido
círculo de sus pasiones, ambiciones y pleitos para mantenerse en el escenario
público. Sus prioridades se someten a los distintos niveles jerárquicos de sus
interlocutores preferidos, sean éstos curas de renombre, sindicalistas
eternizados, partidistas rivales, socios y, de manera especial, empresarios de
categoría triple A. La expansión de sus intereses queda atada a negocios a la
vera presupuestaria o dependientes de favores burocráticos atados con
información privilegiada. Todo este trasteo palaciego lo cubren y protegen, con
cínico sigilo, para ocultarlo del escrutinio ciudadano. La cortina de impunidad
cae entonces como pesado cerrojo sobre esta anormalidad que llega, no pocas
veces, a situaciones de franca ilegalidad. Los imperativos de acción quedan,
también, condicionados por sus muchas complicidades, siempre tamizadas por la
corrupción en gran o mediana escala.
De similar manera a como los políticos locales no
filtran como es debido lo que se les envía con arrestos impositivos desde
fuera, tampoco atienden algo más crucial y urgente: el clamor y las necesidades
de la gente común. Quedan, por tanto, a merced de los mandatos, de los rituales
y valoraciones acordadas por las plutocracias centrales y sus conexiones en el
interior. Es aquí donde entra en auxilio, con toda eficacia, el complejo
aparato de convencimiento que esos núcleos de influencia han ensamblado para
servir a sus masivos intereses. Se llega así a formar densos grupos hegemónicos
que acumulan para su propio beneficio la inmensa porción de la riqueza
planetaria. Ese manojo de personas, convertido en rala élite de mandones que,
por la misma concentración de capitales amasados, influyen, condicionan y, sin
duda, pervierten las instituciones y la vida democrática para ponerlas a su
exclusivo servicio. Al parecer, no hay escapatoria a tan tenebroso contexto, al
menos en las presentes circunstancias. Menos aún si no se trabaja de manera
constante y detallada en expandir la conciencia sobre los condicionamientos
externos. La misma gratuidad de una publicación como Time
Internacional, elevando al presidente Peña Nieto a la categoría de
salvador de México, debería introducir un caudal de dudas y poner sobre aviso a
cualquiera, más todavía a la élite decisoria mexicana. Similar tratamiento y
atención debería darse a la reciente categoría de inversión A que esta
economía, tan golpeada en estos años pasados, ha recibido de la calificadora
Moody’s. No hay que olvidar que esta clase de calificadoras trasnacionales son
controladas por los famosos fondos de inversión, esos que manejan inmensos
recursos en búsqueda desaforada de utilidades.
Ninguno de las alabanzas y los pronósticos
halagüeños que han venido, uno tras otro en coordinada sucesión (recordar el
efímero Mexican moment) es ajeno a las pretensiones que sobre los
bienes nacionales empollan, no sin ansias intervencionistas, las plutocracias
globales. Premios y condecoraciones van y vienen en estos días, previos a la
esperada lluvia de contratos derivados de la manoseada reforma energética. El
reconocimiento para el mejor secretario de finanzas –según opinión de
una revistucha inglesa– otorgado al doctor Luis Videgaray deja huella
suficiente para la sospecha sobre lo infundado de los halagos externos. Pero la
llamada clase política local poco atiende a tales hechos de dominio y control.
Se piensan ajenos a todo ello, intocables. Sobrestiman sus capacidades de
movimiento, de autonomía o iniciativa propia. Asumen, con donaire fingido, que
la actualidad empieza y se agota en sus entornos, en sus actos decisorios, en
las iniciativas o programas que les acercan sus asesores. Aun cuando pueden
aceptar o, más todavía, saber de manera cierta que sus propuestas de cambio se
originan o proceden de instancias lejanas, etéreas o precisas, presumen que,
con darles un ligero retoque, las mutarán de beneficiario.
Todo lo anterior podría muy bien ignorarse en sus
partes medulares. Pero el desconocimiento que muestran respecto de las
necesidades y urgencias de los de abajo que, aunque no lo acepten del todo,
también son sus coterráneos, les quita todo sustento. Los políticos de la élite
nacional flotan sin otro asidero que el dado por una ligera, defectuosa,
esquemática formalidad legal y las ataduras de un ritual costumbrista ya
anquilosado y endeble que requiere, además, el apoyo de grandes dosis de
propaganda mediática para ser aceptado, aunque sea a regañadientes. Los referentes
populares han sido, entonces, desconectados del discurso político oficialista.
Es una especie de ilusionismo de poder, clasista en su mera médula, que no
pretende siquiera establecer contacto alguno con las prioridades que dicen, que
alegan, querer y defender para beneficiar a las mayorías nacionales. En este
pastoso y nublado ambiente ejerce su labor esta rala élite que apenas alcanza
el mote de gerentes políticos. No absorben culpa alguna por su evidente y
probado desprestigio que roza linderos peligrosos. Desfilan, más orondos cuan
torpes, por el escenario del quehacer público sin otra mira que calmar sus
incontenibles pulsiones de reconocimiento. Y son ellos, en concreto, los que
solicitan, cada determinado tiempo, la atención y el favor del voto popular.
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