En sólo 45
días , incipientes y prometedores días, Peña Nieto ha logrado lo que muchos
dudaban o ponían a resguardo: someter al más pintado de los priístas escépticos
a su voluntad. Nada se diga de aquellos modosos oponentes de la izquierda
domesticada o la derecha clerical convenenciera que, añorando sus antiguas y
arraigadas pulsiones, mantuvieron, durante los 12 años de ineficiente panismo,
el subyugado recuerdo de lo que se llamó el coágulo del poder.
Ese madamás que, desde Los Pinos o, mejor dicho
ahora con mayor prosapia, desde Palacio Nacional, desgranará sobre la nación
entera sus inapelables dictados. El peso de toda una cultura política
autoritaria, la canija herencia, asoma sin tapujos su rostro deforme. El mero
titular ya está en acción, de cuerpo entero y con voz modulada, presto a
introducir ante la muchedumbre expectante las ansiadas esperanzas de paz,
progreso y concordia entre los hombres y mujeres de buena voluntad. Mientras
tanto, ordena su administración para concentrar en su persona y oficina las
decisiones clave y la estrategia general. Por necesaria derivada, las
consecuencias le serán, también, a él atribuidas o reclamadas.
Nada ha sido improvisado. Cada pieza del escenario,
palabras y entonaciones, han sido cuidadosamente calculadas. Gestos, ademanes y
rostros han aparecido ante las teleaudiencias, ante los oyentes y lectores,
envueltos en toda una parafernalia convincente, no sólo de pasable gusto, sino
apropiada al momento inaugural de una pretendida época de concordia.
El aparato de convencimiento social trabajando tal
como lo mandan los cánones actuales de la persuasión: a pleno vapor, coordinado
centralmente y con clara ruta hacia el futuro. Nada ha salido del cuarto de
mando sin haber pasado por una cuidadosa mano comunicacional. Todo un depurado
estilo a la disposición de un gobierno pretendidamente eficaz que incluyó,
entre muchos toques distintivos y detalles adicionales, el ahora obligado paseo
por los salones y corredores de palacio. Después se analizarán los costos en
que se incurra, aunque se anticipa que serán de cuantía. El tiempo apremia y el
montaje del cambio por venir hay que dejarlo atrancado con la premura que exige
un auditorio incrédulo y exasperado.
Las piezas del rompecabezas han sido, hay que
repetirlo, cuidadosamente puestas en el lugar correspondiente. Todos a una, los
priístas ya saben que, como antes, el poder está depositado allá, en esas
lejanas alturas a las que pocos, muy pocos por cierto, tienen acceso directo. Y
desde esas alturas, desde ese lugar tan enrarecido como concentrado, habrán de
emanar los dictados, las señales, las líneas a seguir. Los retobos u
oposiciones serán castigados sin contemplaciones. A veces se hará con muestras
inequívocas de fatigas del ánimo presidencial o de los ujieres cercanos, otras
veces con el ostracismo o, también, con los anatemas lanzados por los muchos
amanuenses difusivos.
Todos los priístas, en el ámbito cotidiano y sin cabida
para que, por ahora al menos, cristalicen las dudas de renegados, hablan,
sostienen y esparcen con seriedad forzada, que un nuevo ambiente se ha
introducido en el país. Cuarenta y cinco días han sido suficientes para bordar las reglas
básicas, el gran compendio de los decires y los comportamientos de la eficacia.
Los deberes, tanto los sutiles como los expuestos con ruda crudeza, ya pueden
ser atendidos, hasta juzgados si se quiere actuar sobre el filo de la navaja.
Reformas, acuerdos negociados, firma de pactos, nombramientos de cercanos y
políticas de Estado se han ido sucediendo en armónico y apresurado compás. Eso
sí, hay una ausencia cada vez más notoria en este panorama de armonías
fabricadas: la discusión, el debate, la tediosa, prolongada y penosa formación
de consensos y disensos: la mera sustancia de la democracia. Acá, lejos de la
cúspide, casi intocadas por la persuasión montonera, siguen presentes el
desasosiego, las cortedades del ingreso, el endeudamiento, las carencias
alimentarias, la pobreza, la desconfianza, el miedo, la cerrazón de horizontes,
la mermada esperanza, los corajes por la desigualdad creciente. Todo ese manojo
de consecuencias, apiladas sobre otros faltantes anteriores y agravadas durante
los ya casi 30 años de vigencia del modelo productivo y de gobierno en boga.
El presupuesto anual a ejercer –casi 4 billones de
pesos– se forma, en efecto, por una montaña de recursos. Bien empleados
servirían de palanca para empujar el ansiado crecimiento e iniciar el proceso
de enderezar las deformaciones actuales que se padecen. No se podrá darle tal
orientación y uso. A lo mucho se podrá, según la versión oficial, sostener el
estado actual de cosas con todas sus carencias, distorsiones e incapacidades a
cuestas. Setenta por ciento de los trabajadores formales seguirán recibiendo
menos de cinco salarios mínimos. La otra gran porción de trabajadores, los
informales, seguirán recibiendo 35 por ciento menos que sus coterráneos. Y la
línea de pobreza alcanzará a 60 por ciento de los mexicanos. La concentración
en las capas superiores (dos de ellas) de la pirámide de ingresos, seguirá su
manía concentradora y acaparará alrededor de 70 por ciento del total. Y esta
realidad es, sin duda alguna, la piedra angular de toda la problemática
nacional. Una realidad intocada por el cambio de las percepciones comentada
arriba. Nadie solicita una cura instantánea, pero sí la señal de que la
compostura está en camino y de que hay la voluntad de perseguir tal imaginario.
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