La mal
llamada reforma educativa no tiene nada de educativa, salvo que sea por su
fervor por la ignominiosa e ignorante pedagogía del siglo XVII, que estipulaba
que la letra con sangre entra y que aprender significa memorizar enunciados o
fórmulas. Más bien, se trata de una reforma laboral disfrazada de educativa,
pero con graves consecuencias negativas para los procesos de aprendizaje y para
nuestros niños y jóvenes.
La reforma elevó a rango constitucional la medida
tomada por el presidente Fox, en complicidad con la dirección del SNTE (con
Elba Esther Gordillo a la cabeza), de crear un instituto para la evaluación
estandarizada de los docentes de educación básica y media superior, cuyos
resultados serían la base para definir el ingreso, promoción y permanencia en
el empleo de los maestros; medida que fue complementada con el condicionamiento
del ingreso económico de los profesores a la calificación que sus alumnos obtengan
en una prueba de las mismas características. Es decir, una prueba externa que
premia o castiga de acuerdo con sus estandarizados números y que no
es utilizada en ningún país del mundo para definir el ingreso, promoción,
permanencia y salario de los maestros.
Más allá de que es un despropósito elevar a rango
constitucional dicho organismo, hay que decir que en su concepción y ejecución
se ignora a quien se considera el más importante actor del proceso
educativo: los profesores. No es con ellos, sino contra ellos. No sólo se les
violenta retroactivamente su contrato de trabajo, sino que además se les
excluye de su indispensable participación en el supuesto proceso de evaluación.
Ni siquiera en las mal llamadas evaluaciones de los docentes universitarios
(que cuando más son controles cuantitativos de productividad) esto se hace así,
pues tanto en nuestro país como en el resto del mundo, éstas se realizan por
comisiones dictaminadoras compuestas por sus pares y con miembros de su misma
comunidad académica.
A ello, de suyo grave, hay que agregar que, en
sentido contrario a todo desarrollo pedagógico y al más elemental sentido
común, en la llamada reforma educativa: 1) se ignoran las serias limitaciones y
sesgos culturales que las pruebas estandarizadas contienen; 2) se sustituye la
necesidad de evaluar (ejercicio fundamentalmente cualitativo de los procesos,
sus actores y sus condiciones) con la posibilidad de medir (cualquier peón de
obra sabe que no es lo mismo medir una trabe que evaluar sus condiciones), haciendo
de la evaluación un sinónimo de aquello que creen poder medir; 3) se induce a
la memorización acrítica por encima de la comprensión reflexiva, al reducir la
evaluación al resultado de un examen estandarizado, y 4) se asume una
inexistente homogeneidad de los actores del proceso educativo (como si los
alumnos, sus familias y los maestros fueran iguales en todo el país), cuando
son innegables las abismales exclusiones económicas y sociales y la enorme
diversidad cultural existente.
En sentido contrario, Finlandia eliminó la
competencia entre estudiantes y entre escuelas, y la insustancial entelequia de
la excelencia académica; prescindió de la aplicación de pruebas estandarizadas
como método de evaluación para sus docentes y sus estudiantes y colocó en el
centro gravitacional del proceso de enseñanza el bienestar de sus niños y
jóvenes, impulsando su curiosidad, su creatividad y reflexividad. Resulta que,
recientemente, Finlandia aceptó que se aplicara la prueba estandarizada
aplicada a escala mundial por la OCDE (PISA) y, oh sorpresa de los tecnócratas:
¡obtuvo las más altas calificaciones!
Contra lo que se pretende con la reforma, en México
no se requieren maestros iguales, sino tan diferentes como las condiciones
en que trabajan y con quienes trabajan les demandan. Cualquier pedagogo del
mundo reconoce que el entorno social tiene una importancia decisiva en lo que
ocurre en el aula, por lo que la homogenización imaginada por los tecnócratas,
además de ser una mentira, significa la pretensión de tratar a los desiguales
como si fueran iguales, profundizando aún más la desigualdad existente. Sin
embargo, ese será el resultado al asumir que se requiere el mismo tipo de
maestro para trabajar en una comunidad rural (más aún si en ella se habla una
lengua distinta al español) que en un barrio marginal o que en una colonia de
clase media urbana y que se les puede evaluar igual a unos que a otros, o peor
aún, aplicar un examen estandarizado a sus alumnos para calificarlos y
para definir el salario y la permanencia de los docentes.
No hay en el mundo reforma educativa que prospere
sin el consenso y compromiso de los maestros, y no es casual ni inventada la
oposición y el descontento que, muy mayoritariamente, se ha generado entre
ellos, pues se enfrentan a una receta que generará anemia pedagógica y
aumentará la exclusión, la discriminación y la frustración de nuestros niños y
jóvenes. Hay que escucharlos; los maestros saben de lo que hablan.
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