Veintiocho
millones de alumnos, aproximadamente, de preprimaria, primaria y secundaria del
país se enfrentaron hace unos días a un nuevo ciclo escolar, el segundo que
recae plenamente en la responsabilidad de la actual administración federal, y
con el antecedente de dos sexenios caracterizados por la simulación y el
desastre en materia educativa.
Sin embargo, los niños y jóvenes que volvieron a
las aulas no lo harán, en su mayor parte, en condiciones sustancialmente
distintas. Llegarán a las escuelas tras una reforma educativa que no ha logrado
subsanar las desviaciones y las carencias tradicionales del sistema público de
enseñanza que, en cambio, ha multiplicado los descontentos en el gremio
magisterial; con un sindicato sectorial que continua con las mismas prácticas y
vicios de su exlideresa máxima, y que sigue invadido por estructuras y métodos
mafiosos y corruptos; con planteles semiabandonados, sobre todo en los ámbitos
rurales; con una sostenida degradación de la calidad de la enseñanza, como
muestran las cifras de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económicos (OCDE), y para colmo, con libros de texto plagados de errores de
todo género.
No hay, pues, un viraje con respecto al pasado
reciente y sí, en cambio, la persistencia del deterioro del sistema de
educación pública. Ello resulta particularmente grave si se considera que uno
de los instrumentos principales para salir de la mediocridad económica, la
descomposición institucional y la espiral de violencia es la educación de
calidad para toda la población. Para lograrla es necesario empeñar verdadera
voluntad política y reconfigurar las prioridades gubernamentales, las cuales
siguen concentradas, por lo que ha podido verse, en garantizar condiciones
favorables para los grandes consorcios empresariales, no en procurar una
mejoría rápida en las condiciones de vida y los servicios para los sectores
mayoritarios del país.
En la reorientación requerida la dignificación de
la educación y la salud públicas tendrían que estar, de hecho, entre los
principales objetivos de corto plazo del presente gobierno, a fin de crear las
condiciones para modelar, a mediano plazo, un país más próspero, menos
desigual, menos violento y más soberano que el que hoy tenemos.
Ciertamente, el deterioro de la enseñanza pública
en México no empezó en esta administración federal ni en el sexenio anterior.
Los orígenes de este fenómeno coinciden con el inicio de la implantación del modelo
neoliberal, en los años 80 del siglo pasado, cuando en las altas esferas
gubernamentales se dejó de ver el gasto en educación como inversión
indispensable para el desarrollo del país y se le empezó a concebir, en cambio,
como mal negocio, no sólo porque no producía réditos inmediatos sino porque,
por añadidura, estorbaba la expansión del sector empresarial en el ramo de la
enseñanza. Desde entonces, múltiples voces de distintos ámbitos de la sociedad
han venido advirtiendo sobre los enormes riesgos de semejante concepción; hoy
los riesgos se han materializado y ya no queda mucho margen para persistir en
ella: si no se emprende pronto y sin simulaciones el rescate de la enseñanza
pública, no habrá manera de detener el declive del país, el cual alcanza ya una
dimensión trágica.
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