En qué
momento nuestro país se convirtió en lo que hoy es? ¿Por qué el crimen
organizado ha adquirido tanto poder e influencia, factores que le han permitido
convertirse en autoridad y ley en algunas regiones? ¿Por qué la violencia se
incrementó de manera exponencial en los últimos años, hasta alcanzar niveles de
sadismo y crueldad nunca antes vistos? ¿Por qué ésta ha logrado arrebatarnos el
espacio público, alterar nuestras vidas y quitarnos a aquellos que amamos? ¿En
qué momento los jóvenes decidieron ingresar a las filas del crimen organizado
para vivir rápido y morir a temprana edad? ¿Por qué nuestra sociedad se degrada
con tanta celeridad?
Siddharta Gautama dijo: Si quieres conocer el
pasado mira el presente, que es su resultado. Si quieres conocer el futuro mira
el presente, que es su causa. Nuestro presente como país es la suma de una gran
cantidad de errores y malas decisiones tomadas a lo largo de nuestra historia,
la cual ha estado casi siempre determinada –y muy probablemente, lo seguirá
estando en el futuro– por los intereses de algunos países desarrollados,
organismos internacionales y por aquellos que detentan los grandes capitales. Y
aunque entre las fuerzas antes mencionadas existen algunas excepciones que
impulsan agendas alternativas, la hegemonía y el poder de los primeros es tal
que el desarrollo y el bienestar de nuestra sociedad pocas veces han sido
prioridad.
Actualmente, nuestro panorama está determinado en
gran medida por pobreza, desigualdad, exclusión social, falta de oportunidades,
corrupción, impunidad, instituciones débiles, exiguo crecimiento económico; y
gracias a estas variables, la violencia asociada al crimen organizado y el narcotráfico
encontró el terreno propicio en el cual ha florecido y obtenido ganancias
millonarias a costa de la cancelación de las perspectivas de futuro y
desarrollo de todo un pueblo. La familia dejó de ser la piedra basal de la
sociedad, los vínculos sociales se hicieron cada vez más frágiles y nuestros
valores –aquellos que en antaño nos distinguían en todo el mundo– fueron
remplazados por antivalores tales como odio, intolerancia e individualismo.
En este sentido, la violencia en todas sus formas
se ha vuelto parte de nuestra vida: los cárteles del
narcotráfico libran batallas encarnizadas entre ellos por el control de las
plazas –un reporte de Stratfor publicado en octubre pasado prevé que en este
último trimestre del año escale la violencia a causa de este fenómeno–; grupos
radicales han surgido y elegido la vía de la confrontación y el choque para
expresar su insatisfacción –los cuates ya han comunicado que su fuerza irá en
ascenso con grupos cada vez más agresivos–.
Nuestros niños ejercen el bullying en
las escuelas y éste ya ha cobrado la vida de varios; los huérfanos del
narcotráfico guardan un profundo rencor contra aquellos sicarios que atendiendo
órdenes o saldando cuentas acabaron con la vida de sus familiares –muchos de
éstos, motivados por la venganza y la falta de oportunidades, se han convertido
en sicarios, que alimentan el círculo vicioso de la violencia–.
Por otra parte, también hemos sido testigos de cómo
las movilizaciones y protestas se han incrementado, y de cómo algunos
manifestantes han descargado su ira y su frustración en contra de policías que
salvaguardan unestado de derecho parcial, selectivo y alevoso, que permite
que algunos de los que detentan el poder político, económico, social y
religioso continúen tomando decisiones que afectan directamente al pueblo, del
que forman parte los propios policías.
Hoy los mexicanos: los abuelos, las madres, los
padres, los hermanos, los hijos… todos aquellos que nos esforzamos por
continuar de manera estoica en la lucha cotidiana para ganar el sustento y
satisfacer las necesidades a costa de privaciones y sacrificios, a pesar de la
corrupción, la manipulación, la represión y la violencia, que queremos un mejor
futuro para las nuevas generaciones y que no encontramos ni el apoyo ni la
comprensión de buena parte de nuestros gobernantes, somos ese fusible que está
a punto de quemarse.
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