Manuel
Gómez Morín murió hace 40 años, a los 75 años de edad. Debe haber muerto
satisfecho de una vida plena, en la que participó activamente en la
construcción del México posrevolucionario. Contribuyó a la creación de
instituciones financieras públicas como el Banco de México; desempeñó un papel
central en la modernización de la empresa; fue rector de la universidad, donde
defendió la libertad de cátedra; y en 1939 fundó el Partido Acción Nacional.
Esta iniciativa era la culminación de un viejo sueño que había mantenido desde
los años 20, cuando trató de convencer a José Vasconcelos de que sustentara sus
ambiciones políticas en una organización permanente.
Gómez Morín estaba convencido de que los problemas
de México sólo podían resolverse por la vía institucional, que nos permitiría
dejar atrás un pasado de atraso y de violencia. Por esa razón, a partir de los
años 40, Gómez dedicó buena parte de sus energías, y con una paciencia infinita,
a consolidar el partido que había fundado. Estaba convencido de que el camino
de la redención nacional pasaba por la participación en la vida pública de un
partido de oposición que vigilara al partido en el poder, que lo criticara, que
diera vida al Poder Legislativo, el cual, a su vez, sería un saludable
contrapeso al Ejecutivo. Si Gómez no hubiera muerto, todavía viviría, y ¿qué
diría de lo que ha devenido su partido?
Gómez fue presidente del PAN los primeros 10 años
de su existencia, pero hasta su muerte fue la autoridad moral e intelectual
indiscutida, el líder que mantuvo a la organización en pie en los momentos más
oscuros del autoritarismo priísta. Ejercía el liderazgo del partido discreta,
pero eficientemente; palomeaba candidaturas y definía estrategias. En 1958
sentenció a los jóvenes panistas que se habían acercado a la democracia
cristiana alemana –como muchos otros latinoamericanos de la época– a ser
expulsados, por cierto, con argumentos muy poco convincentes. ¿Qué tan poderosa
sería la figura de Gómez en su partido que cuando falleció los panistas se
pelearon entre sí, se dividieron, y no pudieron elegir un candidato a la
elección presidencial de 1976? Él, que creía en el gobierno de los tecnócratas,
¿qué pensaría de la agudeza de Vicente Fox? ¿Del talento de los secretarios del
gabinete del presidente Calderón?¿ de la muy evidente riqueza de la clase
política panista? ¿Qué habría dicho de un secretario de Hacienda que un día
quiso ser presidente, y que creía que el país moderno y complejo que veía a su
alrededor se había construido en 10 años de gobiernos del PAN?
Si Gómez no hubiera muerto, todavía viviría, pero a
la mejor preferiría volver a morirse nomás de ver cómo su partido, su creatura,
se dejó avasallar por la cultura del PRI, cómo adquirió sus tan aborrecidos
hábitos de corrupción, de premiar la incompetencia, de amiguismo –como queda
masivamente asentado en la Estela de Luz–, como lo prueban las operaciones de
salvamento de funcionarios incompetentes o deshonestos. Los panistas tendrían
que explicarle a Gómez cómo aprendieron a cortejar al líder del sindicato
petrolero, con lisonjas y deferencias inimaginables hasta para los priístas.
Seguro que Gómez miraría con espanto a la lideresa Gordillo, la amiga de los
presidentes del PAN, patear la histórica batalla de ese partido por la
educación y contra la corrupción del magisterio. Ella, que representa todo lo
que Gómez siempre repudió en el sistema que quiso reformar.
A la mejor todo esto es una fantasía, y si Gómez
viera a su partido hoy, y los resultados de casi 12 años de gobiernos panistas,
no se sorprendería. Al menos se puede afirmar con un cierto grado de certeza
que para Daniel Cosío Villegas tanta deficiencia no sería una sorpresa. Su
multicitado ensayo, publicado hace 65 años, en marzo de 1947, La crisis
de México, discute la posibilidad de que, ante la decepción que habían
causado los hombres de la Revolución que habían resultado demasiado pequeños
para la formidable empresa que suponía la transformación del país, se
entregara el poder a las derechas. Encuentra en esta alternativa algunas
ventajas, pero las desventajas son muchas más y aterradoras: Con las
derechas en el poder, la mano velluda y macilenta de la Iglesia se exhibiría
desnuda, con toda su codicia de mando, con ese su incurable oscurantismo para
ver los problemas del país y de sus hombres reales. Y no se equivocó, como
lo prueba la ofensiva de la Iglesia que ha llegado hasta el artículo 24
constitucional, pasando por los derechos de las mujeres.
Y, haciendo honor a su
nombre, Daniel profetizó: Acción Nacional se desplomaría al hacerse gobierno,
porque, según él, el partido no tenía ni principios ni hombres para gobernar.la
actitud de Vicente Fox pidiendo abiertamente el voto para Enrique Peña Nieto,
la intromisión de Felipe Calderón al felicitar a EPN antes que el proceso concluya y que los
órganos correspondientes emitan su veredicto y, la joya de la corona: la ex
candidata levantándole la mano al vencedor y poniendo una supuesta asociación
civil a su disposición, tal cual, queriendo subirse al nuevo tren
revolucionario, pone al descubierto que a casi 12 años de estar en el poder, no
han logrado aprender ni entender en qué consiste el arte de gobernar, y tampoco
reclutar los talentos que demanda el buen gobierno. Es como ir para atrás dos
siglos en nuestra vida democrática. Sin haber vivido la experiencia del PAN en
el poder, Cosío Villegas escribió de los panistas: sus taras son mucho
mayores que sus méritos. ¿Gómez sabría esto? Si viviera ahora, ¿se reconocería
en alguno de los panistas en el poder? Difícilmente. Tal vez Gómez sí debió de
morir, porque si no hubiera muerto, todo eso lo vería.
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