
Sin embargo, los niños y jóvenes que volvieron a
las aulas no lo harán, en su mayor parte, en condiciones sustancialmente
distintas. Llegarán a las escuelas tras una reforma educativa que no ha logrado
subsanar las desviaciones y las carencias tradicionales del sistema público de
enseñanza que, en cambio, ha multiplicado los descontentos en el gremio
magisterial; con un sindicato sectorial que continua con las mismas prácticas y
vicios de su exlideresa máxima, y que sigue invadido por estructuras y métodos
mafiosos y corruptos; con planteles semiabandonados, sobre todo en los ámbitos
rurales; con una sostenida degradación de la calidad de la enseñanza, como
muestran las cifras de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económicos (OCDE), y para colmo, con libros de texto plagados de errores de
todo género.


Ciertamente, el deterioro de la enseñanza pública
en México no empezó en esta administración federal ni en el sexenio anterior.
Los orígenes de este fenómeno coinciden con el inicio de la implantación del modelo
neoliberal, en los años 80 del siglo pasado, cuando en las altas esferas
gubernamentales se dejó de ver el gasto en educación como inversión
indispensable para el desarrollo del país y se le empezó a concebir, en cambio,
como mal negocio, no sólo porque no producía réditos inmediatos sino porque,
por añadidura, estorbaba la expansión del sector empresarial en el ramo de la
enseñanza. Desde entonces, múltiples voces de distintos ámbitos de la sociedad
han venido advirtiendo sobre los enormes riesgos de semejante concepción; hoy
los riesgos se han materializado y ya no queda mucho margen para persistir en
ella: si no se emprende pronto y sin simulaciones el rescate de la enseñanza
pública, no habrá manera de detener el declive del país, el cual alcanza ya una
dimensión trágica.
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