La
transición democrática desde la perspectiva de la construcción del Partido de
la Revolución Democrática (PRD) por parte de un protagonista central, que puso
en juego comodidades y privilegios para retar al PRI. Afortunadamente, el
desafío rebasó con mucho los límites de un partido oficial, que ya era algo
menos que un instrumento en manos del presidente de la República en turno, y en
lugar de una reforma, lo que precipitó la disidencia de Cuauhtémoc Cárdenas y
de Porfirio Muñoz Ledo fue una fructífera escisión. La Corriente Democrática
que se formó en torno a la identidad cardenista se convirtió en el eje de una
organización política independiente, cuya aparición fue decisiva para la
transformación institucional del sistema político.
Tanto Cuauhtémoc Cárdenas como el PRD –que nació en
1989– fueron pilares del proceso de transición, que según él comenzó con la
severa crisis económica de diciembre de 1994, aunque yo disputaría esta fecha
que resta importancia a 1988, que sería también el año de lanzamiento de lo que
resultó ser para él una nueva carrera. Para las costumbres de la época Cárdenas
era ya un político jubilable: había sido gobernador de su estado, senador, subsecretario.
¿A qué más podía aspirar, sino a un dulce retiro en las márgenes del PRI? No
obstante, rechazó el camino fácil y optó por la vía de la resistencia. Cárdenas
creció en este trayecto para convertirse en el líder moral de una propuesta
restauradora de lo que muchos consideran las mejores tradiciones de la
Revolución Mexicana, mientras que el partido se desarrolló como una institución
que ha tenido un papel central en la articulación y el funcionamiento de
nuestra maltratada democracia; también ha contribuido a la formación de un
nuevo personal político, aunque el comportamiento de muchos de sus integrantes
esté a leguas de distancia del ideal democrático, e incluso del estilo de
Cárdenas, cuyas características personales más notables son, a mi manera de
ver, la lealtad a sus ideales, la rectitud de miras, la honestidad, la cortesía
y la prudencia. En pocas palabras, una cierta elegancia que echamos de menos en
la vociferante oposición de políticos como Fernández Noroña, que no por ser más
estridente es más efectivo.
Inició su
carrera a la sombra gigantesca de su padre y en el seno del PRI, pero que en la
lucha por la democracia encontró su propio discurso y forjó un liderazgo
personal que ya no necesita acogerse a la figura paterna para hacer valer sus
posiciones. No hubo en este crecimiento una ruptura, y tampoco la denuncia de
un legado que es, en última instancia, de todos los mexicanos. La evolución de
Cuauhtémoc Cárdenas fue producto de su experiencia particular, del contexto que
le impuso el México de finales del siglo XX, un país en el que se implantó el
ideal democrático acompañado de la defensa del sufragio, de comicios libres y
del pluralismo político. Temas todos estos que tuvieron muy sin cuidado al
general. La lucha de Cuauhtémoc por la democracia ha sido distinta a la que
emprendió su padre, aun cuando ésta haya sido el punto de partida.
Por una
parte, imprimió nuevo vigor al cardenismo, que más que un grupo político es
para nosotros una identidad que se construye a partir de propósitos de largo
plazo tales como la defensa de la soberanía, del Estado laico, de la
responsabilidad social del Estado en el combate a la desigualdad. El cardenismo
es una opción de gobierno, con la que podemos estar de acuerdo o no, pero es
una poderosa referencia que forma la personalidad política de millones de
mexicanos. La lucha de Cuauhtémoc Cárdenas ha enriquecido esta identidad con
los ideales de la democracia electoral y el respeto al pluralismo político.
También ha ejercido su liderazgo con responsabilidad, es por ello, que al
unirse a la campaña de Andrés Manuel López Obrador, crece su estatura de
estadista y abre la posibilidad de que su figura emblemática contribuya al
triunfo de la izquierda el próximo 1 de julio.
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