En toda la historia de la iglesia
católica, apostólica y romana, no han faltado nunca los litigios, los delitos,
las persecuciones y la llamada santa inquisición es una de las páginas más
horrendas y vergonzosas de su pasado. Ella provoco que toda la estructura
eclesiástica se adaptara para facilitar el trabajo de quienes recibían el encargo de encontrar y destruir a
los herejes; la delación, la confesión obtenida con la tortura, el recurso a
tormentos públicos y ejecuciones
capitales “para dar ejemplo”, se convirtieron en prácticas habituales y
aceptadas, o incluso santificadas.
Frente a los tribunales de la
inquisición, un sospechoso se consideraba culpable a menos que demostrará su
inocencia. Era esta una praxis que contrastaba con el derecho romano, raíz del
actual normatividad jurídica, que señala que quien acusa debe de aportar las
pruebas y no al contrario y basado en la presunción de inocencia. Para iniciar
un juicio contra de una persona no hacía falta siquiera una denuncia, tan solo
era necesario la “fama pública”, es decir, los rumores que hubieran sobre ella.
Este principio fue establecido por el papa Inocencio III en 1206.
Las pruebas y declaraciones se
recogían en secreto, no solo sin la confrontación sino incluso sin el
conocimiento del propio imputado. Para acusar a alguien no se andaban con
sutilezas: se podían recoger declaraciones de herejes, de excomulgados, de
perjuros declarados y de criminales. Naturalmente también valían las
declaraciones obtenidas bajo tortura. Los eventuales testigos favorables
corrían el riesgo de ser a su vez acusados de complicidad con la herejía. Los
que colaboraban aportando elementos útiles
para la acusación obtenían, en cabio, canonjías
e indulgencias en el “reino de los cielos”.
El sospechoso de herejía era
convocado por los inquisidores sin saber los motivos y, cuando se presentaba, a
menudo lo primero que le pedían era que se imaginase el motivo de la
convocatoria, lo que resulta fácil de imaginar
es el estado anímico de acusado. Durante las audiencias del proceso, el
imputado, llamado a responder de graves acusaciones, no tenía ni siquiera el
derecho al careo con quien los acusaba: sus declaraciones se leían de forma
sumaria, incluso, cuando lograba ser absuelto, el acusado tenía siempre sobre su cabeza la espada de
Damocles de una revisión del proceso que
podía hacer que lo arrestaran de nuevo y lo condenaran. Es más, el propio hecho
de haber sido sometido ya a un proceso era una circunstancia agravante en caso
de que hubiera otro.
Cabe señalar que durante los
procesos de la inquisición, teóricamente ponían en práctica el principio de
igualdad de todos los ciudadanos frente a la ley: ningún privilegio nobiliario
o eclesiástico podía poner trabas a las investigaciones de la inquisición,
bastaba el hecho de que representara algún peligro para la jerarquía o su
doctrina.
Existía también un manual de
inquisidor, mismo que describe una serie de “astucias” de los acusados en los
procesos, como la de dar respuestas elusivas, declararse ignorantes o fingirse
locos y, ¿Cómo hacer para distinguir a un auténtico loco del que finge hacerlo?
Pues simplemente “para estar seguros habría que torturar al loco, autentico o
falso. Si no está loco, difícilmente continuara con su comedia cuando sea presa
del dolor”, señala el manual de eymerich. Una solución simple, práctica y
eficaz.
Teóricamente, por ley, la tortura
podía ser aplicada una sola vez, pero de hecho se repetía hasta que el inquisidor
lo creyera necesario, con el pretexto de que se trataba de una sola sesión con
muchas interrupciones. ¿Qué le parece? Es todavía en el siglo XVIII cuando
cambia de nombre de “santa inquisición “ a “ la congregación de la doctrina de
la fe”, desde luego, se dejo de practicar con todas las atrocidades que durante
siglos se efectuó mas sin embargo, cenizas quedan por métodos actuales de
índole psicológicos y para rematar, un dato más amable lector, con eso de su
próxima visita apostolica-politico-electoral a nuestro pais el actual papa,
Benedicto XVI, o Joseph aloisius Ratzinger,quien perteneció a las juventudes
nazis de Hitler, su ultimo encargo en la iglesia, antes del actual, fue la
prefectura de de la congregación de la
doctrina de la fe. Queda el dato para la reflexión y el análisis.
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