Con ello, el establecimiento de una
nueva ética, pragmática, que, acabando con los mitos puritanos sobre
honestidad, conflicto de intereses, nepotismo, compadrazgo, amiguismo,
patriotismo, soberanía, etcétera, permitiera la total libertad en el ejercicio
de un poder omnímodo, amparado por las normas legales.
La reforma ética tendría un
primer episodio constitucional, en el que quedaría establecida en la ley
suprema, como asunto de carácter estratégico, la facultad del Ejecutivo de la
unión, para decidir en todo momento y sin limitación alguna, todo lo que a su
juicio crea conveniente, independientemente del sujeto sobre el que recayera el
beneficio o el castigo de la voluntad presidencial. Esta modificación, de
pasada, le daría valor constitucional a las facultades que en las leyes
secundarias de la reforma energética se arrogó el Presidente y validaron sus
subordinados en el Legislativo.
Ya en las leyes secundarias se explicarían asuntos de diversa índole y facultades específicas, lo que
permitiría legalizar puntos que hoy son motivo de polémica, debido a
los trasnochados emisarios del pasado, que, con pruritos decimonónicos, no
aceptan los pasos adelante que exige la necesariamente rápida, urgentisima modernización del país, dificultando las acciones que permitirán mover a
México.
Se quitarían así barreras absurdas
que detienen el progreso. Se permitiría por ejemplo –lo que hoy sucede sin
apoyo legal–, que funcionarios de un sector tengan negocios en el mismo; que
familiares de funcionarios sean socios o agentes de empresas concesionarias;
que los funcionarios pudieran emplear a sus familiares en las áreas de su
responsabilidad, lo que evitaría la monserga actual de que, digamos, el de
Gobernación dé trabajo a los hijos del de Energía, que el de la procuraduría
contrate al hijo del de Comunicaciones y Transportes, que se tengan que
inventar Comisionados para sustituir gobernadores, que haya que contratar prestanombres para
los negocios y un sinfín de subterfugios que si bien sirven para activar el
ingenio ciudadano, crean entuertos que luego es difícil desfacer.
Si no se hace lo que propongo, temo
que los funcionarios que den negocios y concesiones –aunque les llamen
contratos– a los antiguos directores de Petróleos Mexicanos y la Comisión
Federal de Electricidad, a los anteriores presidentes, secretarios y
subsecretarios de Estado, a los hijos de ellos, a los entenados, compadres y
amigos; los que reciban moches,comisiones, ofertas de empleo para cuando
dejen sus cargos, viajes al Super Bowl, a las carreras, coches de lujo,
apartamentos, yates, becas para sus hijos, fiestas con edecanes,
cuentas en Suiza y en paraísos fiscales; los que funjan como agentes –coyotes en
la vieja ética abrogada– vivirán con la espada de Damocles sobre su cerviz
–ahí cuelga cuando se agacha la cabeza.
Todas estas incómodas incertidumbres
y molestias podrían evitarse quitándose, de una vez por todas, la máscara que
portan y promoviendo esta reforma ética de amplio espectro y gran
calado, con la que además se cumpliría con el ofrecimiento de transparencia,
otra de las promesas pendientes. Todo, a partir de ella, sería transparente y
además legal. Aunque quedaría pendiente el asunto de la corrupción, pero a
ese círculo no le encuentro la cuadratura.
Hay, eso sí, que aprovechar el
momento de la mayoría automática en el Congreso, que firmaría como hasta
ahora, sin el menor rubor, una iniciativa de esta naturaleza, que además
permitiría a sus integrantes dormir tranquilos de aquí en adelante –aun en las
curules–, aunque un día se les termine el fuero, seguir recibiendo
remuneraciones extraordinarias sin explicación y continuar organizando
reuniones con edecanes o seguir organizando edecanes para sus
reuniones.
Como ven, la propuesta simplemente ampliará el ejercicio de la libertad en el ejercicio del poder.
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